lunes, 16 de febrero de 2015

Suicidas en el andén


La escena que abre esta tercera entrega de escenas de andén es un poco gore: 54 adolescentes suicidándose a la vez por el procedimiento de tirarse al tren cogidas de la mano. Así empieza 自殺サークル (2002, El círculo del suicidio) del director japonés Sion Sono, una película de trama policíaca en la que el inspector protagonista investiga una cadena de suicidios, que se extiende por todo el Japón, entre los fans de un grupo musical.

Cuando pensamos en suicidas de antología, la primera que nos viene a la mente es Anna Karenina, la protagonista de la novela (1877) de Liev Tolstoi:
Examinaba tranquila la estructura baja del tren: los ganchos, las cadenas, las altas ruedas de hierro fundido. Con rápida ojeada midió la distancia que separaba las ruedas delanteras de las traseras del primer vagón, calculando el momento en que pasaría frente a ella.
«Ahí», se dijo, mirando la sombra del vagón y la tierra mezclada con carbón esparcido sobre las traviesas. «Ahí en medio, sí, es donde le castigaré y me libraré de todos y de mí misma.» Le costó deshacerse del bolso rojo y perdió la oportunidad de arrojarse bajo el primer vagón. Tuvo que esperar el siguiente. Un sentimiento parecido al que experimentaba cuando, al bañarse, iba a entrar en el agua, se apoderó de ella, y se persignó. Aquel gesto familiar despertó en su alma una ola de recuerdos de su niñez y su juventud y, de repente, las tinieblas que cubrían su espíritu se desvanecieron y la vida se le presentó con todas las alegrías luminosas, radiantes, del pasado. Pero no quitaba los ojos del segundo vagón y, cuando apareció el espacio entre las dos ruedas, encogiendo la cabeza entre los hombros y adelantando las manos, se hecho de rodillas bajo el vagón.
(Sobre el papel del tren en esta novelas, pude verse esta entrada de 18 de marzo de 2013)

Anna Karenina fue la primera de muchas heroínas que acabaron bajo las ruedas de un tren. Tirarse de un puente, colgarse o envenenarse tiene la connotación de acto privado y solitario, en cambio, suicidarse tirándose al tren tiene algo de entregar la vida, de rendirse a una fuerza superior a uno mismo contra la que ya no se puede o se quiere luchar más, fuerza que, como tantas veces, es representada por el ferrocarril en marcha.

En 1900, Eduardo Zamacois, conocido entre la afición ferroviaria por sus Memorias de un vagón de ferrocarril, publicó una colección de relatos, De carne y hueso, en el que se incluía uno titulado  La muerta. Narra el drama de Martina, una guardavías destinada en un puesto inhóspito y casada con Juan, maquinista del mismo ferrocarril, que la tiene muy abandonada. Martina acaba siendo seducida por Pedro, el fogonero de su marido. Cuando es abandonada por su amante, desesperada y enloquecida, se arroja a la vía cuando pasa el tren de su esposo.


Otro grande la literatura española, el argentino Ricardo Güiraldes, publicó en 1922 la novela corta Rosaura. Un idilio de estación. Su protagonista, es una joven de alma y sueños sencillos que acude cada día con sus amigas a la estación del pueblo a pasear por el andén. Un pasajero distinguido, Carlos, al que ve a menudo, capta su atención e inicia con él un flirteo a través de la ventanilla. Del flirteo pasa al enamoramiento, El joven baja al andén durante las paradas, luego busca gestiones que hacer en el pueblo, hacen por coincidir en una fiesta, hablan… hasta que es mandado a Inglaterra por unos meses. Cuando calcula que Carlos ya debe estar de regreso, Rosaura acude cada tarde a la estación, hasta que lo ve, como siempre tras la ventanilla, pero acompañado de otra mujer. Sobre el final se extiende la alargada sombra del de Anna Karenina:
Los hierros comienzan a sonar y bufa la máquina sus grandes penachos venenosos sobre Lobos, en jadeante esfuerzo de partida. El tren va a continuar su viaje de desconocido a desconocido, de horizonte a horizonte.
Entonces la pequeña Rosaura, vencida por una locura horrible, grita, llora, despedazando en los dientes convulsos de dolor sobrehumano, frases incomprensibles. Y como una mariposa primaveral y ligera lánzase a correr entre la paralela infinitud de los rieles, los brazos hacia adelante en una ofrenda inútil, clamando el nombre de Carlos, por quien es una voluptuosidad morir así, en el camino que lo lleva lejos de ella para siempre.
-¡Carlos!... ¡Carlos!...
El férreo estrépito se aproxima. Nada son para la veloz victoria del tren sonante, los gritos de una pasión que supo llegar hasta la muerte.
-¡Carlos!...
Y como una pluma ligera y blanca, cede paso la fina figura despedazada en su muselina floreada, a la indiferente progresión de la máquina potente y ciega, para cuyo ojo ciclópeo el horizonte no es un ideal. 
Cuando alguien se suicida tirándose al tren, una víctima inocente es siempre el maquinista. El trauma que un incidente de este tipo supone para los ferroviarios queda muy bien recogido en la película Gyeongui-seon (2006, The Railroad) del coreano Heung-Sik Park. Dos jóvenes viajan por separado en el mismo vagón de un tren. Ambos se quedan dormidos por un cansancio profundo, existencial, no se apean para tomar el enlace de Seul y acaban en una estación remota que ya no tendrá circulaciones hasta la mañana siguiente. Él es un conductor de metro con unos días de permiso porque una mujer se ha suicidado tirándose al paso de su convoy, y ella ha abandonado su trabajo de profesora ayudante de literatura alemana en la universidad al descubrir la mujer de su catedrático que mantenía una aventura con él. La escena del suicidio de la mujer es interesante por cuanto la vemos desde el punto de vista del maquinista, y veremos después cómo la compañía ferroviaria le atiende. 


Parece ser que suicidarse tirándose al tren es bastante habitual en las poblaciones por las que pasa, de manera que es en ellas donde más debería atenderse el consejo de aquella mujer a una vecina: "Mira chica, si estás depre, antes que tirarte al tren, yo que tu, me tiraría al maquinista."